El club de las brujas

El club de las brujas

lunes, 4 de noviembre de 2013

VEINTIDÓS: Satán viejo chocho


-Pero dónde se han metido todos mis infieles, ¡por mi padre Lucifer! Ni De Angelis, ni Valenciennes, ni la bruja ésa de la que hablaba mi comandante, nada, ¿es que no hay nadie en este jodido reino?- vociferó Satán, con un berrido tan sonoro que retumbaron los suelos de Oriente hasta Occidente. –¡Es una conspiración, no hay ninguna duda, es un complot para desbancarme! Pero no conocen la fuerza de la mano que mece la cuna, ¡ni a mí ni a mis honorables antepasados nos desbanca una panda de mequetrefes y cuatreros! Antes lo pongo todo patas para arriba y acabo con ellos de un soplido que me dejo pisotear mis galones, ¡eso lo saben hasta los putos príncipes de Celeste!

El maligno estaba rojo de ira maldita, se le habían inflado los carrillos y las venas del cuello se lo pusieron tan grueso que ni siquiera se distinguía del tronco. Echaba espuma por la boca y los ojos le brillaban a fuego lento. Pocas veces se ponía así, pero bien sabían sus súbditos que los presagios que ese estado denostaba eran muy poco halagüeños. Por otra parte, llevaba ya torturados a veinte regimientos y ninguna información de valía les había extraído. Todo era muy confuso, un posible viaje al infinito, otros hablaban de la Tierra, y los de Aduanas que si se habían ido de estrangis al Cielo. ¿Pero qué burla era ésta? Ahora se daba cuenta de que, lentamente, le habían ido comiendo el terreno de poder, y los soldados temían más la ira y las venganzas del comandante De Angelis y del sabio Valenciennes, ¡que la suya propia! Claro, tanto encerrarse en su puesto de mando, tanto viajecito de alta política y tanto juego de cartas con el Bien, habían hecho que se alejara de su pueblo esclavo, así que otros habían asumido su puesto y habían sembrado el terror en su lugar.

Lo que más le aterró fue al salir a dar una vuelta por los alrededores de palacio, y es que fue cruzar la verja exterior, y ninguno de los ciudadanos de a pie le mostraba ninguna reverencia. ¡No le conocían, ni sabían que era el mismísimo Príncipe de las Tinieblas! Le miraban con cara de pocos amigos, como miraban todos en el Infierno por otra parte, y le apartaban de un manotazo como si fuera uno más en el desierto. Y él no podía ir diciéndoles a todos quién era, eso le hubiera restado prestigio. No, mejor era hacerse el loco y pasar a cuchillo a sus dos primeros espadas en cuanto diera con ellos. ¡Las cosas iban a cambiar pero que mucho! Se reciclaría, se pondría las pilas y volvería a ejercer de Jefe Supremo cuya sola presencia hace temblar hasta a los ladrillos. Porque lo que es ahora, ni los perros le tenían ya el más mínimo respeto. Uno se le había puesto a ladrar que casi le arranca el manto púrpura y le deja el culo al aire.

De pronto, se sentó en un banquito de la calle y se sintió de lo más apesadumbrado. La adrenalina por los suelos. ¿Pero a quién quería engañar? Ya no era el apuesto Príncipe maquiavélico de antaño. Sus jugadas maestras habían pasado a la historia. Se le nublaba la vista a partir de la medianoche y se quedaba dormido en los conjuros. ¡Vaya rey de la Oscuridad que estaba hecho! A su padre ya le pasó lo mismo a una edad parecida. El espíritu se le había cansado, decía. Satán se mofaba de él sin entenderle, hasta que un día lo vio tan senil al viejo que no le quedó más remedio que dejarse de putas y juergas y coger el mando que dejaba su padre tristemente. Al principio le costó un poco asumir ciertas funciones, y, más que nada, abandonar otras diversiones para las que no quedaba tiempo. Pero poco a poco, el poder se había ido apoderando de él y sorbiéndole el seso, hasta que no quedó minuto de su existencia que no consagrara al Mal y sus éxitos. Hasta hace poco no había notado apenas achaques de consideración; algún dolor de cabeza aquí y allá, pero nada que no se recuperara con unas horas de sueño. Tanto era así, que pensó que sería diferente a su padre, y que su reinado no tendría fin porque él era invencible. Así que los primeros síntomas de senectud trató de obviarlos, pero ahora ya no había modo. Y una salida furtiva a la rue acababa de confirmarle lo que ya era una evidencia: tenía que retirarse del ruedo antes de que una fatal embestida le pusiera fuera de juego y en evidencia delante de todos.

Estando las cosas como estaban, no iría de un rato que tomara una u otra decisión, así que decidió aprovechar su anonimato para tomar un chocolate con churros de los de antes. Quizá todavía existiera aquella churrería en el barrio donde iba de jovencito a buscar bronca, así que caminó camuflado entre el gentío, que a esta hora en que el sol se había puesto salían como ratones de la ratonera, hasta que pudo dar con la misma barriada de hace millones de años. Lo bueno del Infierno era que el tiempo hacía girar las cosas y a las personas una y otra vez sin que se desvanecieran del todo. Allí estaba la misma mujerona churrera, con los dedos como el material que servía, todo bien calentito. Y el chocolate espeso, que se olía a tres metros por lo menos de la entrada. Decidió hacer la cola como un vulgar cliente más, y se sobresaltó al ver el cartel de los precios y comprobar que no llevaba ni una moneda encima. No importa, como en los viejos tiempos también, sustraería unos cuartos a la ramera que tenía delante. Llevaba unos prominentes bolsillos en el trasero de donde asomaban unos billetitos verdes que serían suyos en un abrir y cerrar de ojos.

-Oiga pero, ¿qué hace restregándose contra mí? ¿Qué quiere, abuelo?
-Mocita, mocita, ¡pero qué rebuena que estás! Esa raja me la comía yo toda con mermelada y a bocaos.
-Vaya con el hambre que traemos, ¿no? Por qué no se calma, viejo verde, que mi novio le va a poner el culo morao como se me siga arrimando, ¿pero no le ve, que mide tres veces usted, chiquilicuatre?
-Ay cómo te ponía yo la melena ésa que te asoma por las nalgas...

Satán ya tenía lo que quería, así que se fue con viento fresco sin probar el chocolate, antes de que la muchacha descubriera que le había birlado los billetes y la iba a dejar sin merienda. Pensándolo bien, tanto daba el chocolate, en realidad tenía poca hambre; lo que le había puesto de buen humor era ver que no había perdido todas sus habilidades aún. Se dirigiría al puerto de aduanas, y haciéndose el longuis se coscaría de lo que se cociera por allí. Mejor eso que las habladurías de cuatro paletas marujonas de barrio.

Mientras caminaba por entre las callejas, se dio cuenta de lo descuidado que estaba todo. Ni flores, ni parques, ni agua limpia, ni música... desde luego que vivir allí debía de ser un infierno, claro que... por otra parte, ¡de eso se trataba! Bueno, decididamente estaba caduco. De pronto, se sintió inmensamente solo. ¿Por qué no se había procurado alguna acompañante que le diera descendencia? Con eso de que le ponían los culos masculinos más que a un tonto un caramelo, se había despreocupado completamente de los asuntos de familia, y ahora cualquiera se ponía a manejarse en mandangas, ¡bueno estaba él! Con estos soliloquios en dos zancadas se plantó en la frontera. Tomaría un chupito de anís en el bar de Julepo que le reanimara el estómago, que a falta de pan buenas son tortas. En ésas que se sentó en un taburete y puso la oreja a ver qué habladurías había por allí.

-¡Eh, deja eso, viejo borracho, o te llevarán los dioses a su reino celestial,  jua jua jua!
-¡O mejor, te llevará Satán a su partida de cartas y te dará un chupetón en la entrepierna!

Todos rieron al unísono, menos él, que de todos modos hubo de mostrar una medio sonrisa para disimular su estupor. ‘¿Pero qué habían hecho con su dignidad? ¡Pisoteado y enterrado cualquier respeto por la autoridad!’.

-Callad desgraciados, ¿estáis locos?- se atrevió a espetarles.
-Como se nota que vienes de alguna zona apartada, pueblerino, no tengas cuidado que aquí se han quedado sordas hasta las urracas.
-¿Y el Príncipe, no puede castigarnos por mofarnos así de él? En mis tiempos tenía una oreja en cada milímetro del Reino.
-Eso era antes, abuelo. Ahora está chocho, y sus sabuesos se han ido de vacaciones, ¡así que no hay más ley que la nuestra! ¡Venga, brindemos, pon otra ronda, Julepo!- gritó uno de los guardianes, para acto seguido caer redondo todo lo largo que era en el suelo.
-Bueno, amigo, no se asuste, que de ahí no pasa. Desde esta mañana que lleva bebiendo, hasta que ha reventado. Me llamo Marciano, ¿y usted?
-Soy Maquiavelo, ¿qué tal? ¿Estaban ustedes celebrando algo?- dijo Satán improvisando.
-Nada de particular. La falta de actividad, supongo. Están las cosas paraditas por aquí. Mucho ajetreo los jefes, y luego se han pirado todos sin decir ni mu.
-¿Los jefes?
-Sí, ya me entiende, el general De Angelis principalmente. Dicen las lenguas de por aquí que salió escopetado hace un rato y que no saben cuándo piensa volver. Se ve que llevaba una cara de no te menees, vamos que no dio pie con bola ni para castigarnos por una fuga que hubo. Y qué cosas, a mí me da en la nariz que se ha ido a París, la ciudad del amor, desde luego que el mundo está del revés!- dijo Marciano con voz de cuchicheo pero haciéndose el interesante.
-Y bueno, ¿qué hay entonces del Príncipe?
-¿Qué príncipe?
-Pues el Maligno, Satán, ya sabe usted.
-Ah, ése.- dijo Marciano con indiferencia –Pues qué quiere que le diga, ni se nota, ni traspasa, ni moja, ni na de na.
-¿Cómo dice usted?- preguntó el propio, de lo más extrañado con el lenguaje que usaba el joven. –No le comprendo.
-Pues que como las compresas ésas que salen por la tele, oiga. Que se lo tragan todo, pues así que para mí se han tragado al Maligno, que hace siglos que no le asoma el rabillo por aquí. Dicen que le ha salido barba y un cuerno en la cabeza que da miedo verlo.
-¿Y eso por qué?
-Pero oiga, ¡sí que viene de un pueblo perdido! ¿No sabe lo que dicen las crónicas? Que anda enculado por el general que no veas, y que no da una a derechas a cuenta de la turbación que eso le provoca. Y para prueba, un botón, la última Cumbre ha sido un desastre.
-Pero bueno, ¿y cómo sabe usted eso? ¿No se supone que esas cumbres del Mal son secretas?- preguntó Satán, boquiabierto de verdad. Ahora sí que se las estaban dando con queso. 
-¡Anda la hostia! Pero baje del árbol que se ha quedado usted enramado, ¡señor mio! ¡Si corre ya por ahí un vídeo pirata que no veas, ahora las retransmiten on line!

‘¡Pero que viva la Pepa!’, pensó Satán. ‘No se puede caer más bajo, ¿pero qué han hecho con mi reino estos piratas que he puesto al mando? Si ya me lo decía mi Padre, no te fíes ni de tu sombra que se volverá para acuchillarte cuando menos te lo esperes. Y es que mi vaguería me la tenía que jugar, he estado tan entretenido con la play station, con mis vuelos simulados, con mis partiditas de black jack, que no queda ni rastro del Príncipe que fui. Al menos mi Padre Lucifer se fue con todos los honores...’

-Pero abuelo, pero qué pasa, oiga, ¿pero qué hace llorando? ¿Es que se le ha metido algo en el ojo o es que chochea usted ya más de la cuenta?
-Mire, le dejo estas perrillas y me voy con viento fresco, que me quedan muchas batallas por librar.
-¿Batallas? Pero oiga, no se vaya, ¡ahora que empezábamos a intimar! Si le había pedido otro chupito de ésos, no me tome en serio lo que le he dicho, que llevo más birras de la cuenta y ni sé lo que largo...


Satán se alejó pesaroso, arrastrando los pies y el alma que no tenía. Eso sí, por sus antepasados que libraría una última batalla antes de darse el piro. ¡A la ciudad del amor le quedaban dos telediarios!

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